02 agosto, 2018

VISITA


Llegar es como caminar desesperada adentro de una cajita. Tope, tope, tope y tope.  De ahí en adelante: ratita-mascota; aserrín en el zapato y entre los dedos.

Y acercarse… Acercarse es un repiqueteo de fiebre kilométrico —en los tímpanos, capaz—. Tirones en los pelitos de las orejas o pelo quemado; es sangre en la saliva.

- Bueno, baba, Tina.

Le hablé de la enfermedad de una de las pibas de la orga y ella me preguntó por el sol. Algo tan boludo como el sol, Tina: el sol entero, así; el sol cuando vos quieras, dijo.

En las uñas largas, como este otoño de mierda, que es todo naranja, se le amontonaban los manchones que le dejaron los cigarrillos y los restos verdosos de las duchas apuradas por el frío y el miedo.

- Una llave, Luz, solo una llave; eso es boludo. No el sol o la calle.

No le contesté ni la abracé para no darles el gusto; y es que ahí no se puede ni estornudar sin asco o sentir que una hace lo que hace solo porque ellas quieren. Porque se hacen las boludas pero están atentas. Siempre y, como siempre, escondidas en la planicie pavota de la expresión pedante y milica. Radiografistas. Espías. Pellizcadoras.

Además, para algo le había llevado el cuaderno. Volvé a escribir, Negrita, hacé una carta para las pibas que preguntan por vos, hablales a ellas de la llave ¡Si hasta hicieron una fiesta para juntar plata para el juicio!

¿Qué? ¿Si le conté que tuve que dejarlo en una caja para que lo revisaran hoja por hoja con el mismo sadismo pulcro con el que inspeccionan todo a lo que le dan la bienvenida? No, hubiese sido lo mismo que partirle una piedra en la cabeza.

Todo el mundo sabe que a las de la visita nos esperan con bombos y platillos: nos ablandan las yemas con tinta negra y apretujan las muñecas con la excusa de que le emboquemos a los cuadraditos del pianito. Ratita-mascota, y la puta que las parió.

Igual de eso no le hablo nunca ¿Para qué?

- Sí, Luz, todos los pozos deben ser iguales; me dijo aburrida y con la boca seca.

Y yo la pensé con los labios rojos, manchando cigarrillos o la bombilla. Moviendo el culo en el comedor y cantando la cumbia de Sara Hebe. El traslado no le cambió nada y sigue sin poder dormir, Tinita.

Ese mediodía no me preguntó por el balcón y los perros. Mejor, me hubiese costado un huevo confesarle que el Oso se me había escapado en la esquina de casa y llevaba unas semanas perdido.

La hija de puta que nos separó cuando se hizo la hora —pelo tirante, trenza y sonrisa de empleada del mes: típica— me acarició la espalda para hacerla reaccionar pero, por suerte, no la vio. Un chau con la mano, como cualquiera, para no angustiarla demasiado.

Los tímpanos, el vacío de la velocidad. El pasillo.

La firma, la birome en el lapicero rojo y la salida congestionada. El mismo repiqueteo, la idea de la cajita —tope, tope, tope y tope— y el puente de ardor asqueroso desde la garganta hasta el culo de camino a la parada del colectivo.

Hasta el sábado que viene, Negra, que ya falta menos. Como siempre, al aire, desde afuera y como un padrenuestro para que no pase nada más.
Y encima el colectivo que no venía y yo meta pensar en una siesta de dos días, porque no podía más de la tristeza, Tinita. Bueno, así hasta que llegué y ahí lo vi al Oso en la puerta de casa moviendo la cola como un boludo y mirándome como si le debiera algo.

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