La luz violeta de la noche se colaba por la ventana del
soldado. Akita movió una oreja y atrapó a la mosca
con un mordisco. La humedad había desparecido de los dedos y las cortinas.
- Es lo último, Akita, hasta acá llegamos.
Akita entendió y le empujó la mano con el morro.
Los ruidos de la tormenta se mezclaban con los que llegaban de la calle: la guerra había terminado. Ya no olía a pólvora y sangre seca. Solo lluvia.
Akita lo miraba erguido y con el cuello firme. Esperaba la contraorden aun sabiendo que no llegaría.
- Se terminó, Akita, sabíamos que se iba a terminar; cumpliste con lealtad y ternura.
Akita agradeció bajando la cabeza y le ofreció el lomo.
La foto del maestro los acompañaba como en campaña. Se habían acostumbrado a agradecerle antes de dormir. El maestro le había contado la historia de la estirpe Akita en el jardín del sol y los pájaros. Ahí también le dijo:
- Se terminó, soldado, sabíamos que se iba a terminar; cumpliste con lealtad y ternura.
Akita ladró y le lamió la pantorrilla. Ninguno buscaría la calma en el sueño. Esa noche esperarían en silencio y respirarían hondo hasta encontrarse en el pensamiento. Akita le inspiraría el valor necesario para seguir adelante y el soldado le contaría la historia de la estirpe Akita que había aprendido de su maestro.
Akita estiró las patas como el viento y bostezó. Caminó al encuentro de los rayos del sol y se mostró dorado por última vez.
El soldado se frotó los ojos. Sirvió té en un pocillo de barro seco y agradeció la ofrenda:
- Gracias por salvarme la vida, Akita.
Akita saltó como el fuego y abandonó el lugar en un destello cobrizo.
El soldado esperó atento hasta que lo vio perderse entre las carpas del mercado. Akita sabía cómo volver y que el soldado ya no estaría ahí cuando regresara.
Terminó el té, guardó la foto del maestro en el bolsillo del abrigo y caminó hasta la estación.
Akita llegó a tiempo para despedirlo. La niña que sería su nueva compañera y aprendiz lo acariciaba con ternura. Akita ondeaba la cola y lo miraba atento.
El soldado escribió en un papel. Trabajó con delicadeza hasta plegarlo en grulla. La acunó en la palma y sopló con fuerza para que llegara a la niña.
Les sonrió desde la ventana y desapareció entre las nubes que se reflejaban en el cristal. El tren se alejó entre temblores.
El soldado agradeció al maestro antes de dormir y lloró en el sueño.
Caminaron juntos desde la estación hasta el jardín de la serpiente y la cascada. Akita sabía volver.
La niña escuchó el canto de la grulla que llevaba en la mano y aplaudió contenta. Lo abrazó con cariño devoto y le pidió que le contara la historia de la estirpe Akita.
Hicieron silencio y respiraron hasta que se encontraron en el pensamiento.
- Es lo último, Akita, hasta acá llegamos.
Akita entendió y le empujó la mano con el morro.
Los ruidos de la tormenta se mezclaban con los que llegaban de la calle: la guerra había terminado. Ya no olía a pólvora y sangre seca. Solo lluvia.
Akita lo miraba erguido y con el cuello firme. Esperaba la contraorden aun sabiendo que no llegaría.
- Se terminó, Akita, sabíamos que se iba a terminar; cumpliste con lealtad y ternura.
Akita agradeció bajando la cabeza y le ofreció el lomo.
La foto del maestro los acompañaba como en campaña. Se habían acostumbrado a agradecerle antes de dormir. El maestro le había contado la historia de la estirpe Akita en el jardín del sol y los pájaros. Ahí también le dijo:
- Se terminó, soldado, sabíamos que se iba a terminar; cumpliste con lealtad y ternura.
Akita ladró y le lamió la pantorrilla. Ninguno buscaría la calma en el sueño. Esa noche esperarían en silencio y respirarían hondo hasta encontrarse en el pensamiento. Akita le inspiraría el valor necesario para seguir adelante y el soldado le contaría la historia de la estirpe Akita que había aprendido de su maestro.
Akita estiró las patas como el viento y bostezó. Caminó al encuentro de los rayos del sol y se mostró dorado por última vez.
El soldado se frotó los ojos. Sirvió té en un pocillo de barro seco y agradeció la ofrenda:
- Gracias por salvarme la vida, Akita.
Akita saltó como el fuego y abandonó el lugar en un destello cobrizo.
El soldado esperó atento hasta que lo vio perderse entre las carpas del mercado. Akita sabía cómo volver y que el soldado ya no estaría ahí cuando regresara.
Terminó el té, guardó la foto del maestro en el bolsillo del abrigo y caminó hasta la estación.
Akita llegó a tiempo para despedirlo. La niña que sería su nueva compañera y aprendiz lo acariciaba con ternura. Akita ondeaba la cola y lo miraba atento.
El soldado escribió en un papel. Trabajó con delicadeza hasta plegarlo en grulla. La acunó en la palma y sopló con fuerza para que llegara a la niña.
Les sonrió desde la ventana y desapareció entre las nubes que se reflejaban en el cristal. El tren se alejó entre temblores.
El soldado agradeció al maestro antes de dormir y lloró en el sueño.
Caminaron juntos desde la estación hasta el jardín de la serpiente y la cascada. Akita sabía volver.
La niña escuchó el canto de la grulla que llevaba en la mano y aplaudió contenta. Lo abrazó con cariño devoto y le pidió que le contara la historia de la estirpe Akita.
Hicieron silencio y respiraron hasta que se encontraron en el pensamiento.
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